230929 BSS0
near Borriol, Valencia (España)
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Itinerary description
Mi padre cuenta sus pastillas tras el desayuno. Son dieciocho. Sobre la mesa veo cinco botes y seis blísters. Las pastillas las guarda en un maletín de trabajo que tiene desde hace cuarenta años, un maletín como de espía soviético de los años setenta que ahora funciona como un botiquín portátil. Está lleno de cajas de Manidipino, Nasonex, Alopurinol, Seguril, Palexia, Diazepam, Furosemida Mylan, Bisoprolol. Cuando va a la gestoría o al abogado o al notario se lleva esa maleta, que vacía de medicamentos y llena de papeles. «Hoy no he podido dormir», me dice mientras cuenta las pastillas. Tiene, según él, «párkinson de piernas». Se refiere al síndrome de las piernas inquietas. Dice que le da patadas a Conchita por la noche y la despierta, y que por eso a veces duermen en habitaciones distintas. Están pensando cambiar la cama de matrimonio por dos camas, como las parejas de antes. Estamos a veintidós grados y lleva dos jerséis gordos de invierno. Anoche hacía dieciséis grados y puso la estufa de butano. Rufo, Nea y Cira están tomando el sol fuera, pero a regañadientes: mi padre los suele echar de casa como si fueran niños que se pasan todo el día viendo la tele o con el móvil: «venga, fuera todos, a tomar el sol, que estáis todo el día metidos en casa».
Hay una escena en Maus, el cómic de Art Spiegelman, en la que sale su padre contando sus pastillas. He encontrado el libro en mi cuarto de El Hoyo. Me lo regalaron con dieciséis años y no lo había vuelto a leer. «Once… doce… trece…» «Eh… ¿qué haces, papá?» «Reparto las pastillas por dosis diarias… catorce… quince… dieciséis… diecisiete… dieciocho…» «¿Tantas?» «Son seis para el corazón, una para la diabetes… Y unas veinticinco o treinta son vitaminas.» En los años setenta, Art Spiegelman comenzó a entrevistar a su padre Vladek sobre su experiencia durante la segunda guerra mundial. Sobrevivió a Auschwitz. Le cuenta muchos horrores pero no le deja escribir sobre su vida sentimental. Me recuerda a mi padre. «Lo que acabo de contarte, lo de Lucia y eso, no quiero que lo pondrías en el libro.» «¿Qué? ¿Por qué no?» «¡No tiene nada que ver con Hitler ni con el Holocausto!» «Pero, papá, es un material estupendo. Lo hace todo más real, más humano. Quiero contar tu historia tal y como ocurrió.» «Pero no es bien, es una falta de respeto. Podría contarte otras historias, pero no quiero que mencionarías asuntos tan privados.» «Vale, vale, lo prometo.» Y, como mi padre, el de Spiegelman también conjuga raro los tiempos verbales. Vladek dice que «por la noche me dan calambres en las piernas», como el «párkinson de piernas» de mi padre. Ambos hacen digresiones y se van por las ramas y el hijo tiene que encauzar el relato. Esas digresiones a veces se producen en mitad de monólogos solemnes sobre situaciones dramáticas: en una escena, Art y Vladek discuten sobre un plato roto mientras hablan de Auschwitz. Mi padre me habla de la guerra, de violaciones y de la muerte mientras mastica magdalenas.
Cuando leí Maus por primera vez sabía muy poco de la historia de mi padre, las cuatro anécdotas que solía contar. Pero ya estaba ligeramente interesado. Mi trabajo final de la asignatura de historia en primero de bachillerato fue sobre su huida de Elbing. No recuerdo el proceso de escritura ni el de investigación. No usé apenas fuentes, solo el testimonio de mi padre. No lo grabé, sino que él mismo escribió su relato a ordenador y yo luego lo usé. Ese proyecto, que desapareció y del que no tengo copia, estaba muy influido por Maus. Lo leí, lo releí, lo regalé. Esa fijación se convirtió luego en una obsesión por la historia de los judíos europeos, la diáspora, el Holocausto, Israel. Recuerdo leer grandes libros sobre el tema, los de Levi, Wiesel, Semprún, pero también cosas horribles, o que recuerdo horribles, como un libro titulado La llave de Sarah sobre la redada del Velódromo de Invierno en la Francia ocupada por los nazis que me regaló mi novia del instituto, que conocía mi fijación por el tema. Poco después visité Auschwitz con mi padre y mi hermana, por insistencia mía. En primero de carrera, un profesor trajo a clase a una historiadora experta en antisemitismo y recuerdo hacer un comentario de listillo sobre el líder sionista Chaim Weizmann; hoy todavía puedo sentir un cosquilleo de vergüenza al recordar cómo me corrigió la pronunciación del nombre: es Jaím, no Chaim. Por entonces, si me hubieran preguntado si era sionista quizá habría dicho que sí. Estaba muy despistado (lo sorprendente es que este sionismo vino después de una época de ligera obsesión adolescente con Norman Finkelstein, un historiador cuyo antisionismo furibundo se acercó en demasiadas ocasiones al antisemitismo). En Hannover, investigué sobre la vida de Herschel Grynszpan, el joven judío que en 1938 asesinó a un diplomático nazi en París, un acto que Goebbels explotó propagandísticamente y que usó para justificar la Noche de los Cristales Rotos. A finales de 2017 fui a Tel Aviv a conocer a Aharon Appelfeld, que so-brevivió al Holocausto y escribió decenas de novelas sobre esa experiencia; concreté con él una entrevista que no se pudo realizar porque se puso enfermo un día antes; falleció un mes más tarde. Años después, he descubierto que mi abuelo no solo fue un policía del Tercer Reich, sino que participó en el Holocausto en Bielorrusia, Rusia, Letonia y Lituania en 1943 y 1944.
No sé cómo contárselo. No tiene ni idea. Admiraba a su padre. Bueno, no lo tengo tan claro. No sé si lo llegó a conocer tanto como para poder admirarlo. Quizá lo admiraba como admira cualquier niño a su padre. Es la posición por defecto, luego uno la va corrigiendo. Mi padre no me habla mucho del suyo. La huida fue con su madre. En las pocas anécdotas que cuenta de él en la posguerra ejerce el rol clásico de padre omnipotente y distante que arregla cosas en el garaje y responde con monosílabos. Su relación era correcta y superficial como imagino que debía de ser cualquier relación entre un padre nacido en 1912 y un hijo nacido en 1940. «Yo no tenía la confianza y el trato con mi padre que tú tienes conmigo. En esa época los padres tenían otro rol. Iban a trabajar y cuando algo no les gustaba te pegaban una bofetada que te dejaban plegado en la pared. Si yo le hubiera preguntado a mi padre algo sobre la guerra me habría dicho “a ti qué te importa”.» Y punto. Si hay algunos retratos de Richard en casa es porque es lo que hay que tener. Es su padre. También me puso su nombre porque es lo que hay que hacer. Pero si hubiera sabido lo que hizo en la guerra, quizá mi nombre no sería Ricardo.
Cuando escribía este libro me repetía un mantra: no te separes de él, no divagues, no te vayas por las ramas. No necesitaba saberlo todo sobre el corredor polaco para contar la historia de mi padre. Pero con el descubrimiento sobre Richard, las ramas se volvieron interesantísimas. También había una especie de mandato moral. No podía no investigar. Seguí haciéndolo hasta que me di cuenta de que esa investigación merecía otro libro. Este trata sobre mi padre. O eso creo. Es sobre mi padre y sus raíces, o sobre mi padre y sus raíces y yo.
Me cuesta contárselo porque me preocupa su reacción. ¿Y si me censura? ¿Y si lo justifica? Mi padre decía cosas como «Los alemanes ya hemos pagado suficiente». Un día viendo la televisión me dijo: «En las películas los alemanes son siempre los malos». «Papá, es que es una película de la segunda guerra mundial», le respondí. Al menos la confesión que le tengo que hacer no tiene nada que ver con él; no he descubierto nada sobre mi padre, sino sobre mi abuelo, al que no conocí. ¿Cómo se enfrenta uno a algo así sobre un padre? Un día, paseando por la carretera que va junto a la playa, me habló de un tal Rob Riphagen, un holandés con quien había trabajado décadas atrás. En 2016, Rob le envió un email diciendo que Netflix había hecho una película sobre su padre, Dries Riphagen, que colaboró con los nazis y delató a judíos en el Ámsterdam ocupado. Mi padre y él nunca habían hablado de esto. Al volver de nuestro paseo, vimos la película. En español se titula Riphagen, el carnicero holandés. Está basada en un libro de 1990 gracias al cual Rob descubrió todos los detalles del colaboracionismo de su padre. Siempre supo que estuvo en el bando equivocado, pero no el alcance de su maldad. Nunca pudo confrontarlo con esa información: Dries Riphagen murió en 1973 en Suiza, tras años en la Argentina de Perón y en España. Su última dirección fue en Madrid. Su hijo Rob vive hoy en Mallorca. Un día me gustaría visitarlo.
Esto del nombre de la ruta ya no sé...
Ruta circular desde Borriol pasando por:
- Mas de Boira (7.3 km)
- Ermita de la Magdalena (8.2 km)
Primer entrene de cara a la BSS
Toma de contacto con las cuestas.
Tres kilómetros subiendo.
Precedidos de dos (calentamiento) y seguidos de otros cuatro (bajamos los tres subidos más otro).
😂
Hay una escena en Maus, el cómic de Art Spiegelman, en la que sale su padre contando sus pastillas. He encontrado el libro en mi cuarto de El Hoyo. Me lo regalaron con dieciséis años y no lo había vuelto a leer. «Once… doce… trece…» «Eh… ¿qué haces, papá?» «Reparto las pastillas por dosis diarias… catorce… quince… dieciséis… diecisiete… dieciocho…» «¿Tantas?» «Son seis para el corazón, una para la diabetes… Y unas veinticinco o treinta son vitaminas.» En los años setenta, Art Spiegelman comenzó a entrevistar a su padre Vladek sobre su experiencia durante la segunda guerra mundial. Sobrevivió a Auschwitz. Le cuenta muchos horrores pero no le deja escribir sobre su vida sentimental. Me recuerda a mi padre. «Lo que acabo de contarte, lo de Lucia y eso, no quiero que lo pondrías en el libro.» «¿Qué? ¿Por qué no?» «¡No tiene nada que ver con Hitler ni con el Holocausto!» «Pero, papá, es un material estupendo. Lo hace todo más real, más humano. Quiero contar tu historia tal y como ocurrió.» «Pero no es bien, es una falta de respeto. Podría contarte otras historias, pero no quiero que mencionarías asuntos tan privados.» «Vale, vale, lo prometo.» Y, como mi padre, el de Spiegelman también conjuga raro los tiempos verbales. Vladek dice que «por la noche me dan calambres en las piernas», como el «párkinson de piernas» de mi padre. Ambos hacen digresiones y se van por las ramas y el hijo tiene que encauzar el relato. Esas digresiones a veces se producen en mitad de monólogos solemnes sobre situaciones dramáticas: en una escena, Art y Vladek discuten sobre un plato roto mientras hablan de Auschwitz. Mi padre me habla de la guerra, de violaciones y de la muerte mientras mastica magdalenas.
Cuando leí Maus por primera vez sabía muy poco de la historia de mi padre, las cuatro anécdotas que solía contar. Pero ya estaba ligeramente interesado. Mi trabajo final de la asignatura de historia en primero de bachillerato fue sobre su huida de Elbing. No recuerdo el proceso de escritura ni el de investigación. No usé apenas fuentes, solo el testimonio de mi padre. No lo grabé, sino que él mismo escribió su relato a ordenador y yo luego lo usé. Ese proyecto, que desapareció y del que no tengo copia, estaba muy influido por Maus. Lo leí, lo releí, lo regalé. Esa fijación se convirtió luego en una obsesión por la historia de los judíos europeos, la diáspora, el Holocausto, Israel. Recuerdo leer grandes libros sobre el tema, los de Levi, Wiesel, Semprún, pero también cosas horribles, o que recuerdo horribles, como un libro titulado La llave de Sarah sobre la redada del Velódromo de Invierno en la Francia ocupada por los nazis que me regaló mi novia del instituto, que conocía mi fijación por el tema. Poco después visité Auschwitz con mi padre y mi hermana, por insistencia mía. En primero de carrera, un profesor trajo a clase a una historiadora experta en antisemitismo y recuerdo hacer un comentario de listillo sobre el líder sionista Chaim Weizmann; hoy todavía puedo sentir un cosquilleo de vergüenza al recordar cómo me corrigió la pronunciación del nombre: es Jaím, no Chaim. Por entonces, si me hubieran preguntado si era sionista quizá habría dicho que sí. Estaba muy despistado (lo sorprendente es que este sionismo vino después de una época de ligera obsesión adolescente con Norman Finkelstein, un historiador cuyo antisionismo furibundo se acercó en demasiadas ocasiones al antisemitismo). En Hannover, investigué sobre la vida de Herschel Grynszpan, el joven judío que en 1938 asesinó a un diplomático nazi en París, un acto que Goebbels explotó propagandísticamente y que usó para justificar la Noche de los Cristales Rotos. A finales de 2017 fui a Tel Aviv a conocer a Aharon Appelfeld, que so-brevivió al Holocausto y escribió decenas de novelas sobre esa experiencia; concreté con él una entrevista que no se pudo realizar porque se puso enfermo un día antes; falleció un mes más tarde. Años después, he descubierto que mi abuelo no solo fue un policía del Tercer Reich, sino que participó en el Holocausto en Bielorrusia, Rusia, Letonia y Lituania en 1943 y 1944.
No sé cómo contárselo. No tiene ni idea. Admiraba a su padre. Bueno, no lo tengo tan claro. No sé si lo llegó a conocer tanto como para poder admirarlo. Quizá lo admiraba como admira cualquier niño a su padre. Es la posición por defecto, luego uno la va corrigiendo. Mi padre no me habla mucho del suyo. La huida fue con su madre. En las pocas anécdotas que cuenta de él en la posguerra ejerce el rol clásico de padre omnipotente y distante que arregla cosas en el garaje y responde con monosílabos. Su relación era correcta y superficial como imagino que debía de ser cualquier relación entre un padre nacido en 1912 y un hijo nacido en 1940. «Yo no tenía la confianza y el trato con mi padre que tú tienes conmigo. En esa época los padres tenían otro rol. Iban a trabajar y cuando algo no les gustaba te pegaban una bofetada que te dejaban plegado en la pared. Si yo le hubiera preguntado a mi padre algo sobre la guerra me habría dicho “a ti qué te importa”.» Y punto. Si hay algunos retratos de Richard en casa es porque es lo que hay que tener. Es su padre. También me puso su nombre porque es lo que hay que hacer. Pero si hubiera sabido lo que hizo en la guerra, quizá mi nombre no sería Ricardo.
Cuando escribía este libro me repetía un mantra: no te separes de él, no divagues, no te vayas por las ramas. No necesitaba saberlo todo sobre el corredor polaco para contar la historia de mi padre. Pero con el descubrimiento sobre Richard, las ramas se volvieron interesantísimas. También había una especie de mandato moral. No podía no investigar. Seguí haciéndolo hasta que me di cuenta de que esa investigación merecía otro libro. Este trata sobre mi padre. O eso creo. Es sobre mi padre y sus raíces, o sobre mi padre y sus raíces y yo.
Me cuesta contárselo porque me preocupa su reacción. ¿Y si me censura? ¿Y si lo justifica? Mi padre decía cosas como «Los alemanes ya hemos pagado suficiente». Un día viendo la televisión me dijo: «En las películas los alemanes son siempre los malos». «Papá, es que es una película de la segunda guerra mundial», le respondí. Al menos la confesión que le tengo que hacer no tiene nada que ver con él; no he descubierto nada sobre mi padre, sino sobre mi abuelo, al que no conocí. ¿Cómo se enfrenta uno a algo así sobre un padre? Un día, paseando por la carretera que va junto a la playa, me habló de un tal Rob Riphagen, un holandés con quien había trabajado décadas atrás. En 2016, Rob le envió un email diciendo que Netflix había hecho una película sobre su padre, Dries Riphagen, que colaboró con los nazis y delató a judíos en el Ámsterdam ocupado. Mi padre y él nunca habían hablado de esto. Al volver de nuestro paseo, vimos la película. En español se titula Riphagen, el carnicero holandés. Está basada en un libro de 1990 gracias al cual Rob descubrió todos los detalles del colaboracionismo de su padre. Siempre supo que estuvo en el bando equivocado, pero no el alcance de su maldad. Nunca pudo confrontarlo con esa información: Dries Riphagen murió en 1973 en Suiza, tras años en la Argentina de Perón y en España. Su última dirección fue en Madrid. Su hijo Rob vive hoy en Mallorca. Un día me gustaría visitarlo.
Esto del nombre de la ruta ya no sé...
Ruta circular desde Borriol pasando por:
- Mas de Boira (7.3 km)
- Ermita de la Magdalena (8.2 km)
Primer entrene de cara a la BSS
Toma de contacto con las cuestas.
Tres kilómetros subiendo.
Precedidos de dos (calentamiento) y seguidos de otros cuatro (bajamos los tres subidos más otro).
😂
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